El muro que me enseñó paciencia


Siempre he creído que para entender de verdad un lugar, tienes que mancharte las manos con su materia. En mi caso, ese lugar es Pontevedra y esa materia, la piedra. Heredé una pequeña casa familiar en una aldea cerca del río Lérez, una construcción con potencial pero con una de sus fachadas laterales deslucida por un revoco viejo y húmedo. Mi sueño era verla cubierta de la piedra granítica que caracteriza el paisaje gallego, pero la idea de contratar a alguien no me terminaba de convencer. Quería algo más: quería ser yo quien le diera esa nueva piel.

Así, a mis casi cuarenta años, decidí que era el momento de aprender un oficio que siempre había admirado desde la distancia. Mi búsqueda de formación me llevó a un curso de iniciación a la colocación de revestimientos de piedra fachadas en Pontevedra, organizado por un pequeño taller de cantería. El maestro, un cantero jubilado llamado Xosé, tenía las manos curtidas por una vida de trabajo, pero una paciencia infinita para enseñar.

Las primeras clases fueron una cura de humildad. Descubrí que colocar piedra no es simplemente apilarla con cemento. Es un arte que requiere un ojo entrenado y un profundo respeto por el material. Xosé nos enseñó a distinguir los tipos de granito de la zona, a elegir cada pieza no solo por su forma, sino por la historia que podría contar en el muro. Aprendimos sobre la importancia de un buen mortero, uno que respire y soporte la implacable humedad de nuestra tierra, y sobre el secreto del rejuntado, la técnica que da el carácter final a la obra.

El fin de semana que empecé a trabajar en mi propia fachada fue un desafío físico y mental. Las primeras filas eran lentas, torpes. Deshice y rehíce tramos enteros, frustrado porque el resultado no se parecía en nada al de las prácticas. Pero con cada piedra que lograba asentar, con cada junta que rellenaba con más maña que la anterior, sentía una conexión increíble con la casa y con la tradición constructiva de Galicia.

Hoy, meses después, miro esa pared y siento un orgullo indescriptible. No es un muro perfecto, tiene las cicatrices de mi aprendizaje en cada una de sus juntas irregulares. Pero es mi muro. Cada vez que el sol de la tarde resalta la textura del granito, no solo veo una fachada renovada, veo las lecciones de Xosé, el peso de cada piedra en mis manos y la inmensa satisfacción de haber construido algo bello y duradero. He aprendido que la piedra, en Pontevedra, es mucho más que un material; es una lección de paciencia y un legado.